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sábado, 28 de abril de 2012

Un mundo de emociones

Tanto si reímos, como si lloramos, o nos ilusionamos o nos dejamos llevar por la pasión, en cualquiera de estos casos estamos respondiendo sin duda a un fenómeno emocional, a una emoción.

Y es que las emociones gobiernan nuestras vidas. Con frecuencia nuestra forma de comportarnos en la vida cotidiana es un reflejo de las emociones que predominan en nosotros. Así, si tenemos un buen día en que afloran en nosotros emociones positivas como la satisfacción, la ilusión o la gratitud tendemos a comportarnos de una manera más empática hacia los demás, nos comportamos mejor, somos más felices en definitiva.

Pero ¿qué es realmente una emoción? Para la mayoría de la gente simplemente están ahí, nos hacen sentir bien o mal pero uno no suele pararse a pensar en por qué están ahí o por qué nos hacen sentir de una forma o de otra. Bien, ante todo debemos entender que una emoción no es otra cosa que el resultado de un conjunto de interacciones entre distintos componentes intracelulares de nuestro cuerpo (neurotransmisores, hormonas…) que terminan liberando alguna sustancia en el cerebro como la dopamina, de la que ya he hablado en otra ocasión, y que acaba generando una sensación de placer, en su caso.

Por lo tanto es razonable pensar que una emoción es un fenómeno de carácter tan puramente fisiológico como lo puede ser una distensión muscular, un infarto de miocardio o una respuesta inmunitaria ante un agente patógeno. Y, al igual que los músculos, el corazón o nuestro maravilloso sistema inmunitario, nuestro mecanismo emocional tiene su origen en un proceso evolutivo basado en la selección natural. Es decir, en un momento dado de nuestra historia evolutiva el hecho de sentir odio o alegría supuso una gran ventaja genética, por lo que los genes que regulaban los procesos fisiológicos relacionados con las emociones se transmitieron de generación en generación, dando lugar a lo que somos hoy en día.

Y esta ventaja evolutiva tiene un sentido innegable si lo piensas. Como bien dijo Michael Shermer, historiador y editor de la revista Skeptic (Escéptico), en el evento científico La Ciudad de las Ideas  que tuvo lugar en México el pasado mes de noviembre, una emoción afectiva como el amor tiene un propósito evolutivo si asumimos que un niño recién nacido en los inicios de la humanidad tendría mayor probabilidad de sobrevivir si existiera un vínculo afectivo emocional entre sus progenitores que hiciera que cuidaran de él conjuntamente.

Por otra parte emociones negativas relacionadas con la agresividad como la ira cobran igualmente un propósito evolutivo si retrocedemos en el tiempo. ¿Qué habría sido de las primeras agrupaciones humanas si no hubiesen actuado violentamente ante otro grupo de personas que amenazara su propia supervivencia? Puede que ahí radique la explicación a por qué tendemos a enfrentarnos a nuestros vecinos como sucede a menudo con las enemistades históricas sin fundamento entre poblaciones adyacentes.

En cualquier caso debemos ser conscientes de que nuestro mecanismo emocional es un regalo de una utilidad asombrosa que la evolución nos ha dado y que, aprender a gestionar las emociones como ya propuso el psicólogo estadounidense Daniel Goleman con su libro Emotional Intelligence (en español Inteligencia emocional) publicado en 1995, es la clave para tener una vida plena y satisfactoria.

Como he dicho al principio sentir emociones positivas no sólo afecta a nuestro estado de ánimo sino a la manera en que actuamos y nos relacionamos con los demás. Por eso  es tan importante mantenerse en un estado emocional positivo. Encuentra lo que te hace verdaderamente feliz y dedícate a ello, haz cosas que te gusten, rodéate de personas que te gusten, ríe, juega… porque esa es la manera que tenemos los humanos de encontrar la felicidad, que es lo que todos buscamos al fin y al cabo.


viernes, 20 de abril de 2012

Una ventana a la longevidad

¿Es posible retrasar el envejecimiento? Seguramente la respuesta a esta pregunta esté clara para aquellos que siguen la actividad de Eduard Punset, quien ha repetido hasta la saciedad que la esperanza de vida se está prolongando a un ritmo de dos años y medio cada década. Pero no me estoy refiriendo a ese aumento paulatino que parece estar produciéndose en la población general a causa de los avances en higiene y salud pública.

A lo que realmente me refiero es a la posibilidad de prolongar la esperanza de vida de una persona concreta, posponiendo su envejecimiento y, por lo tanto, permitiéndole vivir más años que al resto de la población a la que pertenece. Al parecer, los estudios que se han llevado a cabo sobre cierto compuesto químico desde su descubrimiento en los años 60 podrían dar pie a esta posibilidad. Este compuesto es conocido como rapamicina.

La rapamicina debe su nombre a la isla de Pascua (Rapa Nui para los nativos) famosa por los emblemáticos moái, unas esculturas de piedra monolíticas que rodean toda la isla. Fue en una expedición llevada a cabo con motivos comerciales en 1964 cuando se halló en una muestra de tierra la bacteria Streptomyces hygroscopicus, capaz de sintetizar la rapamicina de forma natural.

Tres de los más de seiscientos moáis repartidos por la isla de Rapa Nui

Aunque no tardaron en realizarse investigaciones sobre las propiedades de este fármaco no fue hasta el año 2009 cuando aparecieron las primeras evidencias de su capacidad para retrasar el envejecimiento en ciertas especies. Esto se debe a que en un principio la rapamicina, debido a sus propiedades inmunodepresoras, fue empleada para evitar el rechazo de órganos trasplantados. Actualmente la rapamicina también es empleada en el tratamiento de determinados tipos de cáncer ya que es capaz de frenar el crecimiento tumoral.

Sin embargo, el mayor descubrimiento se produjo cuando se identificó la diana de la rapamicina, que resultó ser el producto de un gen llamado TOR, el cual parece estar implicado en el crecimiento de numerosas especies entre ellas gusanos, insectos, plantas, levaduras y mamíferos. 

Este hallazgo supuso un rayo de luz para la gerontología, disciplina científica dedicada a la búsqueda del alargamiento de la vida en personas de avanzada edad y mejorar la calidad de vida de las mismas. Hasta entonces, los mayores logros en gerontología se habían basado experimentos de restricción calórica en diversas especies pero los intentos por encontrar fármacos con este tipo de propiedades habían resultado un fracaso. A partir de este descubrimiento la investigación en torno a la rapamicina se encaminó hacia su posible influencia en la longevidad. 

Como ya he dicho, fue en el 2009 cuando se publicaron los resultados de tres experimentos paralelos financiados por el Instituto Nacional del Envejecimiento de EE.UU. en los que se había tratado ratones con rapamicina. Dichos resultados no dejaban lugar a dudas, la rapamicina aumentaba entre un 9 y un 14 por ciento la esperanza de vida máxima (promedio de la edad alcanzada por el diez por ciento de la población que más años vive) de los ratones. Por lo tanto, la rapamicina pasó a ser el primer compuesto en generar resultados fértiles en el campo de la gerontología y, para muchos, una ventana abierta a la longevidad.

Por supuesto, aunque los resultados obtenidos con ratones aportan una perspectiva bastante optimista, la posibilidad de extrapolar la investigación a nuestra especie está todavía lejos de plantearse. Para empezar, todavía no se conoce con exactitud el papel del gen TOR en el proceso de envejecimiento ni que otros genes participan en él. Actualmente se piensa que el producto de TOR es solo un componente de un complejo enzimático que, además, interactúa con otros complejos y, en conjunto, llevan a cabo diversas funciones dentro del metabolismo.

Por ello, la utilización de rapamicina en humanos con este fin no será viable hasta que se conozca con exactitud el funcionamiento de las distintas rutas metabólicas que participan en el envejecimiento y como interaccionan entre ellas y con otras rutas, ya que de lo contrario los efectos secundarios en el organismo serían imprevisibles. Por ejemplo, el gen TOR parece que también desempeña un papel crucial en el crecimiento de un individuo durante sus primeras etapas de desarrollo, con lo cual su inhibición podría ocasionar problemas de crecimiento.

Además, como ya he dicho, la rapamicina es un inmunodepresor, por lo que su utilización podría desembocar en problemas inmunitarios como el aumento de colesterol en sangre, provocar anemia o retrasar la curación de heridas.

Pese a estos posibles inconvenientes, no debemos cometer el error de descartar la posibilidad de aplicar la rapamicina u otros compuestos de este tipo en el futuro, ya que su utilización no solo retrasaría el envejecimiento sino que podría llegar a paliar (o incluso anular) enfermedades asociadas a la vejez tales como la demencia, la osteoporosis o la sordera, entre otras.

Localizar los genes que participan en el proceso de envejecimiento y entender cómo sus productos interaccionan a nivel metabólico podría desembocar en la síntesis de compuestos específicos que actuaran contra los síntomas de la vejez y permitieran un alargamiento significativo de la vida “útil” desde el punto de vista laboral y una mejora en la calidad de vida desde el punto de vista personal.

Para acabar diré que no soy partidario de las teorías fatalistas sobre el aumento de la población y de la esperanza de vida. En mi opinión el gran problema al que nos enfrentamos no es la escasez de recursos sino la incorrecta utilización que hacemos de los mismos. Invertir en tecnologías eficientes que respeten el medio ambiente y los ecosistemas, energías renovables no contaminantes y edificar de forma sostenible son objetivos mucho más importantes que impedir el aumento de la población desde mi punto de vista.

La esperanza de vida humana va a aumentar tanto si se hace uso de compuestos como la rapamicina como si no, eso es un hecho. Por lo tanto, debemos ser conscientes de ello y empezar a adaptar nuestra sociedad a este cambio que, sin duda, ya se está produciendo. Para empezar, los gobiernos deberían ir planteándose la posibilidad de redistribuir el trabajo, es decir, si vivimos más años gozando de buena salud también podemos trabajar más años pero reduciendo las jornadas laborales y aumentando los periodos vacacionales.

De esta forma, nuestra sociedad seguiría funcionando pero aumentaría significativamente la calidad de vida, ya que se reduciría considerablemente los índices de casos de estrés y todas las enfermedades que llevan asociados. Ante todo debemos considerar que la especie humana es la única cuyo objetivo ha dejado de ser sobrevivir y reproducirse sino mejorar nuestra calidad de vida.

Os dejo con un enlace a una entrada del blog de Punset, desde donde podréis descargar un breve artículo en el que reflexiona sobre el aumento de la esperanza de vida y la redistribución del trabajo.


Información extraída de Investigación y Ciencia nº 426