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jueves, 29 de diciembre de 2011

La frontera de la vida

La historia de la biología, como la de tantas otras ciencias, está plagada de grandes debates que han provocado largas (y a menudo calurosas) discusiones intelectuales entre científicos destacados de diferentes épocas.

Por poner un ejemplo, la polémica propuesta de Darwin sobre la evolución de las especies a partir de un único antecesor común recibió duras críticas por parte de los defensores del creacionismo durante decenios, y aún hoy no termina de ser aceptada en todo el mundo, aunque sí en la mayor parte. Pero hay un debate en la actualidad que encuentro de especial interés, ya que en él entran en juego  los criterios según los cuales decidimos lo que caracteriza la vida. Me refiero a la polémica sobre si los virus son seres vivos o no.

 Si atendemos a la Teoría Celular, atribuida a los alemanes Schleiden y Schawnn (entre otros autores) y uno de los dogmas fundamentales de la biología, nos dice que la célula es la unidad fundamental de vida independiente. Según este criterio el problema estaría resuelto, ya que los virus son estructuras acelulares, pero para los defensores más estrictos de la vida de los virus este argumento resulta insuficiente.

Desde otro punto de vista, se suele considerar vida todo aquello que cumple lo que llamamos funciones vitales, es decir, las consabidas nutrición, relación y reproducción. Bien, de los virus sabemos que únicamente cumplen “a medias” la última de ellas. Y digo a medias porque, si bien es cierto que poseen material genético (ya sea ARN o ADN) y son capaces de originar a partir de él replicas de sí mismos, lo cierto es que son incapaces de hacerlo sin ayuda, ya que se apoderan del metabolismo de la célula que infectan para ello. Además, hasta el más simple parásito celular “busca” activamente organismos de los que beneficiarse, mientras que los virus actúan cuando literalmente chocan con una célula a la cual son capaces de infectar.

Actualmente parece estar llegándose a un convenio según el cual se consideraría vivo a un virus durante la fase en la que éste se está replicando y, el resto del tiempo, no serían más que materia inerte.
Sea como sea, en lo que toda la comunidad científica está de acuerdo es en que los virus se encuentran en el umbral de la vida. 

Como opinión personal diré que no estoy de acuerdo en que los virus sean considerados entidades vivas ya que carecen de una propiedad que, desde mi punto de vista, es fundamental para los seres vivos, un metabolismo propio. Además, la composición de los virus se limita a una molécula de ácido nucleico cubierta por una cápside de proteínas y, de estos componentes el único cuyas propiedades se aproximan a la vida es el primero, por contener información genética. Por lo tanto, si consideráramos vivos a los virus por poseer material genético aun siendo incapaces de utilizarlo por sí mismos, ¿no deberíamos considerar también a la propia molécula de ADN como algo vivo? Habría que tener en cuenta que el ADN es una estructura pasiva, ya que no se replica por iniciativa propia sino que, cuando las ADN-polimerasas (enzimas de las que carecen los virus) encuentran ADN (sea vírico o celular) disponible y unas condiciones favorables en el medio, lo replican, mientras que el ADN se “deja hacer”.

En definitiva, el debate sobre si los virus deberían o no ser incluidos en el selecto grupo de “lo vivo” está, probablemente,  lejos de zanjarse. Mientras tanto, cada uno es libre de mantener su opinión personal, pero siempre es bueno contar con la información adecuada para poder opinar con criterio.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Personalidad codificada

Hace algunos días estaba viendo un capítulo de Redes en el que Eduard  Punset entrevistaba a Dean Hamer, genetista de los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos. La conversación entre estos dos grandes de la divulgación científica giraba en torno a la influencia que tienen  determinados genes sobre la conducta humana.

Hamer, que defiende la hipótesis de la existencia de genes en nuestros cromosomas que determinan la personalidad, contó una anécdota curiosa con el fin de ilustrar este fenómeno. Contaba que el descubrimiento de uno de estos genes, concretamente el gen del receptor D4 de la dopamina,  se produjo gracias a un experimento con ratas. A los desafortunados roedores se les implantó electrodos en el cerebro y fueron colocados en una jaula, de forma que cuando intentaban escapar de ella se les aplicaba una pequeña descarga eléctrica que hacía que retrocediesen. Sin embargo, y pese a las sucesivas descargas, una de las ratas parecía empeñada en escapar. Lo que se descubrió después fue que el electrodo de esa rata había sido colocado en una zona del cerebro llamada núcleo accumbens, encargada de la liberación de la dopamina, un neurotransmisor relacionado con la sensación del placer y  la motivación. Lo que ocurría en realidad es que las descargas eléctricas producían un aumento en los niveles de dopamina del cerebro de la rata lo que, a su vez, hacía que ésta experimentase  un placer inmenso cada vez que recibía una descarga, de forma que prefería recibirla a realizar otras actividades como comer o jugar.

Según Hamer, el gen del receptor D4 de la dopamina es el último regulador de la liberación de la dopamina y, citando sus palabras: “es casi como un termostato que determina de media lo feliz que es alguien”. Además de este gen, contaba que su equipo había localizado otros genes que podrían estar relacionados  con aspectos de la conducta tales como la orientación sexual o incluso la espiritualidad.

Este descubrimiento podría tener implicaciones mucho mayores que a priori podrían pasar desapercibidas. Si, tal como afirma Hamer, la personalidad viene determinada por nuestros genes, significaría que el ADN no sólo contiene la información codificada necesaria para el desarrollo estructural y el mantenimiento de nuestro metabolismo, como se venía pensando hasta ahora, sino que también definiría nuestra forma de ser.  En otras palabras, todo lo que somos estaría incluido en esa molécula helicoidal que se encuentra en cada una de nuestras células, como si del plano de una obra se tratase. Presumiblemente, podríamos contestar una de las dudas de carácter existencial más extendidas en la filosofía: ¿dónde se encuentra el alma? Hoy podríamos contarle a Descartes que se encuentra en nuestro genoma, como todo lo demás.

Sin embargo, que los genes determinen en gran medida nuestra personalidad no significa que seamos robots programados que no pueden cambiar su forma de ser. La experiencia y la interacción social también deben jugar un rol importante en la evolución de la conducta a lo largo de nuestras vidas. Aunque, tal vez en el futuro se descubran genes implicados en la capacidad para cambiar nuestra personalidad en función de nuestras experiencias.

Lo que está claro es que el estudio de los genes que determinan la personalidad es, cuanto menos, fascinante y nos acerca más al conocimiento de lo que somos realmente.